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Pregón de Fiestas 2023 – Peña NPI – Garrote

Perdonad el espectáculo pero es que no estamos acostumbrados a salir de nuestra peña, así que hemos decidido traerlo todo aquí. Para sentirnos seguros. Por eso y porque después de tantos años no hemos comprado aún local y quizá este sitio no esté tan mal y, joder, sería la manera de que al fin viéramos una verbena entera, juntos.

Pero no me lio más y empecemos por el principio:

Las cosas buenas tienen orígenes inciertos.

Por ejemplo, lo que hoy llamamos peña, una peña como está, nació en Madrid en 1869 en el colegio de Artillería.

Allí los militares llamaban Peña a los alumnos, digamos, con aficiones un poco raras, disolutas, algo nocturnas.

La gente de la noche es siempre rara pero también interesante y por eso un grupo de “peñas” decidió crear la “Gran Peña”: un lugar en el que juntarse, hablar y dejar que la cosa fluyera.

De ahí venimos todas las peñas, las de fiestas, las del fútbol o las de los toros aunque en nuestro caso, en realidad, al principio no había peña. Ni intereses raros.

Al principio éramos sólo niños corriendo como locos las calles a oscuras.

Era jugar al escondite y pasar el verano recorriendo caminos, yendo a merendar pan con pan a la ribera y a hacer casetos.

Era ir a por sandías que no eran nuestras, mear grillos para que lo fueran y luego al bacalao a cenar: hay batidos para robar y un montón de calles oscuras que explorar.

Era que nos disfrazaran de Fruitis o ver a las vaquillas de lejos, intentando hacernos los valientes cuando aún éramos un grupo loco y desorganizado –tampoco hemos cambiado tanto– que aprovechaba la oscuridad para ver la otra cara de la vida, la que sucede cuando nadie te ve, cuando nadie te mira.

Al principio la peña éramos cuatro en la carreta del abuelo de José Luis.

Al principio nos hicimos mayores poco a poco y de pedir bote pasamos a botar como locos y a poner a prueba la paciencia, siempre amable, siempre sonriente, de Toñina, a la que entregamos nuestras mejores primeras noches en aquel local de la Ribera que aún conserva nuestra firma.

Son esos los años mágicos: cuando aún no quieres tener una peña, sino que quieres tener la mejor peña.

Y en eso, nos vais a permitir, pero lo petamos: armados con sprays pintamos calles, contenedores y lo que se nos pusiera por delante.

Pero no nos quedamos ahí: convertimos la peña en discoteca (la discopeña) y dejamos que la luz negra y el flash nos reventaran las córneas mientras le dábamos duro a lo que fuera.

Porque en la peña descubres tu espacio privado, al que no entran adultos, donde los tetrabriks de vino se guardan bajo un sofá destartalado y cuando las luces se apagan vuelan las manos.

Por eso las peñas son el lugar en el que comienza todo: llegan los primeros besos, los primeros desengaños y los primeros todo.

Y lo primero… suele ser el nombre: nos llamamos NPI Garrote porque nuestra historia es la historia de un reencuentro pero al principio en realidad nos llamábamos NPI, a secas, y eso porque no quisimos llamarnos Peña El Gato, que era como mi Tío Marcelo insistía en llamarnos y porque mi padre, bajando por la cuesta de la iglesia un día de verano, quizá ya cansado de que le pidiéramos ideas, dijo eso, que NPI, que ni puta idea, vamos.

El Garrote vino luego por que hubo un momento en que los mayores de la peña querían hacer cosas de mayores.

Fue entonces cuando nos dividimos para dejar que la vida fuera recogiendo a unos y a otros: lo que al principio era un montón de primos primeros, segundos o lo que fuera, pronto se convirtió en un grupo formado por las cuatro esquinas del pueblo.

En la NPI Garrote, como en casi todas las peñas, hay gente de aquí y de allí, de la estación, de arriba y del pueblo. Gente “de posibles” y de imposibles, de la pata del cid y del barro de la calle.

Esa es la magia de las peñas, su poder más preciado: unir lo que la geografía y el día a día separan.

De ahí que con el tiempo comenzaran a llegar otras peñas a la peña: en pareja y poco a poco, la Olé, la Pk2 y el Canario fueron asentando otra manera de hacer las cosas y poniendo algo de orden en el habitual caos improvisado en el que nos gusta chapotear.

Eso son las peñas, lugares emocionales donde los amigos se juntan para hacer lo que hacen los amigos: emborracharse y hablar.

Nosotros antes poníamos la música muy alta y cerrábamos para cantar Extremoduro a toda polla y ahora que ya las vimos de todos los colores, nos conformamos con sacar fuera las sillas, las pipas y mucha bebida.

Hay también gominolas, porque en el fondo una peña es la manera de los amigos de juntarse para hacer lo que hacían de pequeños: comer pipas, hablar y esperar que pasara la noche, cuanto más noche mejor para comenzar, de nuevo, a jugar a otro tipo de escondite.

Y a la vez, una peña no es una peña sin las otras Peñas.

Al principio nosotros queríamos ser como el Bacalao y luego como la Leche y luego como la Cuba y luego como el Toro, el primer Toro, que más que un toro pareció un cometa: duro poco, pero dejó huella.

Y en una huella, allá donde otras estuvieron, encontramos nuestra casa. Pasa mucho, no habría peñas sin gente amable capaz de dejar un lugar a los muchachos para que se aplasten, como diría el Fary, para que encuentren su lugar en el mundo.

Nosotros tuvimos suerte: será por los contactos o porque somos bien majos, pero Pelao nos dejó un lugar que nos permite hacerlo todo: montarla gorda cuando toca, estar a gustito cuando hay que estarlo y sobre todo, tener un local más grande que el Bombazo, que como todo el mundo sabe eran nuestros archienemigos íntimos cuando aún no entendíamos nada sobre de qué va la vida.

Por que a nosotros ahora nos dicen eso de “para lo que habéis quedado” pero no se dan cuenta de que lo difícil es llegar.

Lo difícil es que una peña aguante el paso de los años y supere las cornadas que da la vida.

No nos vamos a engañar, también es difícil mantener el nivel, solo hay que vernos ahí sentados, todos los días con nuestras pipas, nuestros niños correteando y ahí nos las den todas.

De pasar las noches escondidos, allá en nuestro reservado –un reservado que si hablará desataría infiernos– hemos pasado a quedarnos en una terraza y esperar que la fiesta venga al cuerpo en lugar de ir a buscarla.

Y viene.

Por nuestra peña venís todos y todos conocéis la norma: os podéis servir sin miedo, que no nos movemos.

Si alguien de la NPI Garrote te ha puesto algún día una copa, siéntete orgulloso. Por que o eres amigo o eres familia o eres leyenda.

Y eso también son las fiestas: la leyenda de otros peñistas y de aquellos que les siguen.

José Ricardo y Comeron crearon escuela y alguien tiene que subir al escenario a montarla igual que alguien tiene que venir a hacer la inspección de puertas, alturas y reglamentos varios que hacían Benito, Francis y mi tío. Y alguien tenía que hacer macarrones como hacía Mangas, que alimentaba a los buenos de espíritu, a los que aguantaban más allá de la visita al cristo.

Quizá es eso lo que nos falta: que en cada peña retiremos la camiseta de nuestras leyendas, como en el deporte, para siempre recordar que aquellas fiestas no hubieran sido lo mismo sin él, sin ella, sin quien sea.

Porque es ley de vida: al principio estábamos todos y ahora algunos ya no están.

La vida cambia y las cosas cambian y las peñas cambian.

A nosotros, como a otras muchas peñas, les pasa la vida por encima: llega el día a día, el trabajo, las responsabilidades o la muerte y un día te encuentras con que falta alguien.

A nosotros un día se nos fue Manolito y ahí quedó un hueco que cambió lo que somos.

Aquel día crecimos como se crece en la vida, por obligación.

También entendimos que son aquellos que no están el recordatorio de la suerte que tenemos: la suerte de estar, de pervivir, de haber tenido, de nuevo, la suerte que no todo el mundo tiene de encontrar un grupo al que pertenecer, un lugar en el que unos días al año sentir que todo vuelve a ser lo mismo aunque ya nada lo sea.

Porque nosotros, como cualquier buen peñista, hemos visto cosas que no creeríais: gente que no soltaba el litro ni cuando le pillaba la vaca, gente revolcándose en colchones que deberían estar incinerados, gente que debería haberse ido para casa y gente que debería irse a trabajar pero te abre su peña él solo, gente que empalmaba verbenas y gente que, sin miedo a nada, paraba a los coches en la nacional como si fuera un Guardia Civil metido a peñista.

Porque una peña al final, no es más que eso: las viejas historias de unas fiestas, de origen incierto, como la propia peña, Los recuerdos imborrables, unos buenos, otros malos, de aquellas noches en las que no hay filtro, ni hora, ni tiempo.

Noches de peleas, de morreos locos, de polvos que luego dejan lodos, de gente vomitando, de gente riendo, de gente bailando, fuera de sí, implorando una fiesta pagana, pidiendo atravesar el viento sin documentos y preguntando al cielo qué misterios habrá y si puede ser su gran noche y sobre todo, cuánto, cuánto más se necesita para ser dios.

Y ahora, un parón.

Queremos pediros disculpas por el engaño porque esto no es un pregón, señores, señoras, madrinas, autoridades. Esto es un brindis.

Así que acercaos, pedid algo. Llenad vuestros vasos.

Queremos terminar con un brindis.

Un brindis por los que estamos.

Un brindis por los que ya no están.

Y un brindis por los que seremos, por las peñas que vendrán.

Por las fiestas que aún no han llegado pero llegarán.

Por la virgen de la Asunción y, copón, por Fuentes de Oñoro.

Oñorenses: ¡Salud, Fiestas y Peñas!